La conservación de algunos edificios históricos ha respondido en parte a su funcionalidad en el contexto actual.
La arquitectura, su significado e implicaciones, se han ido transformando a lo largo del tiempo según su contexto y las preocupaciones de la sociedad. A pesar de ello, ha persistido la inquietud por conservar y cuidar el patrimonio histórico, la evidencia de un bagaje cultural, la necesidad de las tradiciones y la evolución de los planteamientos sociales; todo bajo la mirada de un solo testigo insobornable: la morfología de la ciudad y su arquitectura. En ese sentido, el patrimonio histórico conforma un ambiente para el hombre que amerita ser conservado; la ciudad misma es referente y huella sobre la cual se intuyen, y en algunas ocasiones se ocultan, todos y cada uno de los entretejidos que comprenden la trama.
El quehacer cotidiano, por otra parte, clasifica sutilmente aquello que la ciudad atesora como lo que desaparece en el curso del crecimiento voraz y los inagotables procesos de cambio y transformación, cuantas veces sea necesario. Se trata de una estrategia cuyas modificaciones construyen nuevos significados a partir de edificaciones o infraestructuras anteriores. Hemos de comprender que no podemos aspirar a la permanencia en nuestros paisajes, sino meramente a su continuidad. La idea de construir un símbolo para la posteridad, y principalmente un símbolo para las edades, ya no es, salvo en el caso de algunos monumentos conmemorativos, un medio histórico significativo.
Sin embargo, y tal vez sin darnos cuenta, la distinción entre los edificios destinados a durar y edificios temporales sigue siendo parte del paisaje contemporáneo; el territorio se funda a través del diálogo entre lo geográfico, arqueológico y artificial, entre ruinas que establecen un pasaje en el tiempo de forma comprensible para el hombre racional. Aunque parece que hemos reducido drásticamente la vida útil del edificio, también hemos acortado el tiempo de vida del edificio temporal, vivienda, lugares de trabajo y recreación.
A menudo inadvertido por el historiador de arquitectura, ha surgido en el último siglo, sobre todo durante el último medio siglo, un gran número de estructuras diseñadas y construidas para durar por un período medido, no en unos pocos años, sino meses. No es necesario enumerar los nuevos materiales, técnicas de construcción y funciones temporales que han producido estos nuevos fugitivos. No obstante, puede decirse que se ha restaurado la relación con cierta arqueología. El contraste contemporáneo es potencialmente así de útil; es el contraste entre los edificios que nos proporcionan, sino con la permanencia, al menos con continuidad.
A menudo nos aferramos a viejos edificios y formas urbanas, incluso cuando carecen de cualquier tipo de valor histórico, político o arquitectónico. La recuperación o reciclaje dentro del contexto del patrimonio cultural edificado en comunidades prósperas se puede efectuar a través de una metodología que encamine la correcta y continua lectura de la integración de las funciones emergentes, asegurando su participación dentro de un contexto social contemporáneo. Lo que hace deseable y posible la supervivencia no es su identidad arqueológica, pero su capacidad para continuar; es esta la auténtica herencia del patrimonio de la humanidad. La práctica del reciclaje del entorno construido es tan antigua como la edificación misma. Tomemos por ejemplo las construcciones realizadas posterior a la conquista de México, aquellas iglesias e inmuebles de los españoles que comenzaron a ganar terreno en el perfil e identidad de la ciudad, e incluso en su aprobación pública; fueron edificadas con las mismas piedras labradas de los templos que destruyeron, paradójicamente, constituyendo parte del recinto histórico de la Ciudad de México a través de un patrimonio que destruyeron.
Aunque las razones presentadas han sido siempre variables, el valor del reciclaje urbano, entre otra cosas, reside en la materialización de las preocupaciones sociales. Alude a ciclos que conllevan a su reintegración utilitaria, contemplando condicionantes contextuales significativas, mismo que se repetirá hasta el actualizarse nuevamente. Como ejemplo de ello, la Ciudad de México ha mutado en el entrecruzamiento de un sinfín de paradojas: las decisiones políticas, financieras y trazos geográficos han definido múltiples territorios determinados por la nítida voluntad caprichosa de sus habitantes. La cultura, territorio y ciudad, son reacción de millones de factores sociales organizados en un carácter cronológico, su narrativa es la incógnita.
Entre estas reacciones, surgen varios ejemplos que engloban la crónica de la sociedad y los cambios generacionales. Especialmente en los últimos años, se han emprendido estrategias que componen un nuevo perfil urbano, como lo es en el caso de La Ciudadela, construido entre 1793 y 1807 albergando la Real Fábrica de Tabacos. Desde aquel entonces, el edificio se ha venido transformado a ser fábrica de armas, prisión militar, hospital, cuartel, hasta el año 1946, que por iniciativa de José Vasconcelos, se convirtió en la Biblioteca de México, la cual él dirigió hasta su muerte en 1959. Posteriormente, en 1987, el arquitecto Abraham Zabludovsky intervino en la forma y disposición de algunos espacios del edificio, modificando sus características a como las conocemos actualmente.
No fue hasta el 2011 que Conaculta publica la iniciativa de restaurar y recuperar ese antiguo esplendor que alguna vez emanó La Ciudadela. Un talentoso grupo de arquitectos y artistas plásticos invirtieron exhaustivos esfuerzos por respetar la arquitectura e intervenciones existentes ejemplificando el contundente e inédito patrimonio histórico que representa el edificio. En el proyecto se enfatizó el tratamiento de los patios como áreas comunes y la suma de espacios correspondientes a ciertas preocupaciones de la sociedad actual, proporcionando salas digitales, biblioteca para niños, un área para personas con discapacidad visual, entre otros. La Ciudadela, o bien, la Ciudad de los libros y la imagen, representa una de las primeras edificaciones emblemáticas del siglo XVIII que responde a una inquietud exclusivamente contemporánea.
La muy reciente restauración del Monumento a la Revolución tuvo causas y efectos diferentes, ya que la Plaza de la República y sus cuadras aledañas se encontraron por muchos años en completo abandono y en un lamentable estado de deterioración. Se trató de una restauración de una restauración más antigua, pues a lo que actualmente se le conoce como el Monumento a la Revolución fue meramente el acceso del proyecto inconcluso del Palacio Legislativo, hasta el año 1933 cuando se aprobó la reutilización de la estructura de hierro existente para convertirse en monumento.
Hoy los capitalinos han conseguido apropiarse de la renovada Plaza de la República; tanto niños como adultos acuden a la gran explanada a entretenerse con las fuentes, haciendo suyas estas grandes y contadas pausas en la trama de la ciudad.
Semejante al caso del Monumento a la Revolución, nos encontramos con el polémico caso del Museo del Chopo, con la importante excepción de que este ha sufrido un inagotable conflicto de intereses desde su origen. La vida de este edificio no ha sido sencilla; ha pasado por las manos de múltiples dueños, una serie de abandonos y unos cuantos acalorados debates sobre las últimas intervenciones por las que ha pasado. La estructura fue montada en México en 1902 por primera vez, después de haber albergado una exposición en Alemania. El Chopo, localizado en la colonia Santa Maria la Ribera, ha sido sede de varias exposiciones, de fiestas nacionales, casa de grandes colecciones museográficas, entre otras cosas. La última intervención inició en el 2007, planteando conservar la estructura exterior y proporcionando nuevos espacios al interior, fungiendo en conjunto como un centro cultural. El resultado es un distinguido diálogo entre épocas, poniendo en claro la necesidad de preservar los edificios como espacios activos y funcionales.
Cada caso requiere de un exhaustivo proceso cíclico de análisis, recuperación y adaptación, postulando así al patrimonio cultural edificado en la solución de problemáticas multidimensionales, reintegrandose a la dinámica social correspondiente. Un edificio intacto, será difícil que sobreviva, eventualmente su uso será obsoleto y se integrará al extenso catálogo de ruinas de la humanidad.
Escrito por: Camila Ocejo Domenge, quien es estudiante de arquitectura en la Universidad Iberoamericana. Actualmente colabora en FUNDARQMX con una investigación sobre el patrimonio arquitectónico de Polanco.
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