Pedro Ramírez Vázquez, Arquitectura Pública, Símbolo y Logística
- FundarqMx
- 1 sept
- 4 Min. de lectura
Escrito: Arantza Briffault
Pedro Ramírez Vázquez no se distingue por haber creado un estilo arquitectónico reconocible de inmediato, sino por haber concebido la arquitectura como un engranaje de la vida pública. Su obra se despliega en el cruce entre la eficiencia logística y la carga simbólica, con edificios que resuelven de manera impecable la circulación de multitudes, la visibilidad de un evento o de una imagen, y al mismo tiempo condensan narrativas históricas y culturales en la forma construida.

El Museo Nacional de Antropología es quizá el ejemplo más emblemático de este enfoque. No es un simple contenedor de colecciones, sino un dispositivo urbano que ordena el conocimiento y lo convierte en experiencia espacial. Su planta arquitectónica en forma de “U” abierta hacia el norte estructura un recorrido progresivo por las culturas mesoamericanas, partiendo del centro simbólico: el famoso “Paraguas”, una gran cubierta sostenida por una sola columna central. Este elemento es al mismo tiempo un alarde técnico y un símbolo: reúne a los visitantes bajo un mismo techo, articula la plaza central y vuelve a la naturaleza, la lluvia, la luz, el aire, parte de la museografía. Lo que Ramírez Vázquez logró allí fue un equilibrio entre modernidad estructural e identidad cultural, integrando a artistas plásticos en un proyecto que se convirtió en pedagogía arquitectónica.
La Nueva Basílica de Guadalupe sigue la misma lógica de responder a un problema funcional con un gesto monumental. Ante la necesidad de dar cabida a decenas de miles de peregrinos y garantizar que todos pudieran ver la imagen guadalupana, diseñó junto con su equipo un espacio circular en el que ningún punto quedará relegado. Su planta radial, inspirada en la idea de un anfiteatro, se organiza en torno al altar central, desde donde la imagen sagrada es visible desde cualquier punto. La estructura metálica y la gran cubierta de cobre crean un único espacio continuo que funciona como una plaza cubierta, concebida no tanto como templo tradicional sino como escenario de liturgias multitudinarias. La decisión de la planta circular no fue un capricho estético, sino una solución arquitectónica a la dimensión espiritual y social de la devoción.

En el caso del Estadio Azteca, su mirada se centra en la máquina de ver. El estadio debía alojar a más de cien mil personas, y cada una debía tener visibilidad clara del campo. Su planta elíptica optimiza el ángulo de visión desde todas las gradas, mientras que su organización en anillos jerarquizados permite un flujo eficaz de espectadores. Allí la tectónica de las gradas, las circulaciones y el sistema de accesos conforman un edificio que no busca ser contemplado, sino operar. Es arquitectura al servicio de la experiencia colectiva, en este caso la deportiva, que transforma un gesto estructural en símbolo nacional.
Hoy conocido como Estadio Banorte, este recinto se reinventa para el futuro: las remodelaciones buscan mantener la esencia funcional y monumental del diseño original mientras se adapta a nuevas exigencias tecnológicas, ecológicas y de entretenimiento. En un país donde el fútbol sigue siendo un fenómeno cultural y político, el estadio se proyecta como un nodo de nuevas centralidades urbanas, capaz de generar identidad, economía y comunidad en el siglo XXI.

Otros proyectos refuerzan esta constante, el Palacio Legislativo de San Lázaro como escenografía del poder político, la Torre de Tlatelolco como pieza de modernismo sobrio inserta en un sitio cargado de historia, el Museo de Arte Moderno con su planta circular que flexibiliza la museografía y el Museo del Templo Mayor como diálogo entre excavación arqueológica y espacio contemporáneo. Incluso en la escala de lo efímero, como en la organización visual y arquitectónica de los Juegos Olímpicos de 1968, su apuesta fue crear un sistema total en el que arquitectura, diseño gráfico y urbanismo se integran para transmitir una identidad moderna y coherente de México al mundo.




El denominador común en todo esto es una idea de la arquitectura como infraestructura cívica y pedagógica. Cada obra de Ramírez Vázquez plantea un recorrido, un aprendizaje y una manera de reunirse. No se trata de imponer formas, sino de resolver necesidades colectivas con un lenguaje que, al mismo tiempo, educa y simboliza. Su modernidad no fue nunca una importación acrítica, sino una modernidad situada, que recogía la tradición mesoamericana en sus patios, sus relieves y su integración del arte, para proyectarla con tecnologías contemporáneas.
Solo después de esta lectura de su obra cobra sentido revisar su trayectoria personal. Ramírez Vázquez nació en 1919 en la Ciudad de México, estudió arquitectura en la UNAM y se convirtió en uno de los arquitectos más influyentes del siglo XX en el país. Ocupó cargos de gran relevancia pública, fue presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de 1968 y más tarde Secretario de Asentamientos Humanos y Obras Públicas. Murió en 2013, dejando un legado que todavía organiza la vida cultural, política y espiritual de millones de personas en México.
Bibliografía:
Arcadia Mediática. (s. f.). Pedro Ramírez Vázquez: El estratega. Colección Arquitectos Mexicanos de la Modernidad. Arquine, CONACULTA, INBA. Recuperado de https://www.arcadiamediatica.com/libro/pedro-ramirez-vazquez-el-estratega_25879
Gaceta de Museos. (2013). Número especial: Pedro Ramírez Vázquez. Instituto Nacional de Antropología e Historia. Recuperado de https://ilamdocs.org/blob/gaceta57.pdf
Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). (2023). El Museo Nacional de Antropología, 59 años de historia. INAH Prensa. Recuperado de https://inah.gob.mx
Secretaría de Cultura. (s. f.). Pedro Ramírez Vázquez, artífice de la modernidad mexicana. Gobierno de México. Recuperado de https://www.gob.mx/cultura








